8 de mayo de 2012

El viejo algarrobo

Recorrió el sendero que discurría medio oculto entre las altas hierbas y la maleza, como tantas veces habían hecho. El sol se había escondido ya hacía un rato detrás de la última montaña y la noche se dejaba caer mansamente sobre la tierra.

Tambien su alma era inundada por las sombras que emergían por doquier, adueñandose de los mas lejanos rincones, donde antes prendían pequeñas llamitas de esperanza.

Las lágrimas acudieron a sus ojos, pero las contuvo: necesitaba disponer de toda su visión para no perder el camino hacia el viejo árbol.

Su árbol. El de Javier y suyo. Un algarrobo centenario, frondoso, con un enorme tronco retorcido lleno de hendiduras y recovecos y una copa ingente de miles de ramas entrelazadas, cuajadas de hojas verdes.

A sus pies se habían besado la primera vez en aquella primavera de 15 años, cuando sintió que su corazón golpeaba tan fuerte dentro de su pecho, que temió que el ruido espantara a los pájaros y tuvo que apoyarse en el tronco para no caer al suelo dado el temblor que sacudía todo su cuerpo.

Y allí, a la sombra cómplice y protectora de sus ramas y, arropados por una mullida alfombra de hojarasca, se habían amado y jurado su amor en muchas otras ocasiones posteriores.

El viejo algarrobo fué testigo mudo de sus ilusionados proyectos de futuro escritos entre dulces besos y apasionados abrazos. Mudo, pero no silencioso. De cuando en cuando dejaba que el viento de la tarde se colase entre su ramaje para susurrar hermosas melodías sobre la piel de los amantes .....

Pero ahora Javier ya no estaba.

Sintió de nuevo que el llanto estallaba en su garganta y esta vez no pudo contenerlo: un profundo sollozo rompió el silencio de la tarde. Se detuvo un momento y esperó a que la emoción se fuera diluyendo dentro de sí. - Ya estoy llegando - se dijo. A poca distancia pudo divisar, contorneado contra el azul rojizo del cielo, la silueta de su árbol y apresuró el paso. Quería llegar cuanto antes. Quería abrazar el tronco que le unía a la tierra y a la vida y empaparse del aura que flotaba en el lugar, bajo la protección de los brazos de su mágico amigo. Ahora era lo único que le quedaba de él.

Había llegado.

El viejo algarrobo era el lugar elegido para dormir, por cientos de pajarillos de toda clase, los cuales a esa hora de la tarde se disponían a ello entre un griterío ensordecedor acompañado de un incesante batir de alas. - La vida sigue - pensó, y una leve sonrisa apareció en su rostro. Recordó como, en una ocasión, Javier había dicho: "juntos, todos dan gracias a la vida y todos solicitan la protección de las estrellas durante la noche; pero no lo hacen musitando, como nosotros, si no a voz en grito. Quieren asegurarse de que las plegarias lleguen a su destino", y se había reído con una carcajada alegre y vital, como era él .... (Ella siempre recordaba cuando en sus momentos tristes o de abatimiento llegaba él, la abrazaba fuerte contra su pecho y susurraba al oído "sonríe, que el mundo se ha quedado a oscuras" y soltaba una carcajada .... entonces todo se disolvía, como por encanto, y solo quedaban él y ella .......).

También se había reído alegremente aquella mañana ……
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- “Vamos, cariño, levántate. Son las ocho y hemos de tomar el Ferry de las once”.

Abrí un ojo, todavía medio dormida y miré el reloj. Marcaba las ocho menos cuatro minutos. Era tarde. La luz del sol empezaba a iluminar con fuerza la habitación …

- “Mientras te preparas, voy bajando el equipaje y colocándolo en el coche. Tienes café en la cocina. ¡venga perezosa!”.

Su voz sonaba jovial y llena de entusiasmo. Sonreí felizmente.

Habíamos decidido tomar unos dias de vacaciones en una isla cercana, casi deshabitada, lejos del ruido de la ciudad y del ritmo acelerado que ésta impone. Unas vacaciones relajantes en contacto con la naturaleza.

La carretera hasta el puerto trepaba por enormes acantilados colgada sobre el mar. Era una preciosa mañana de verano. El sol empezaba a mostrar su fuerza en lo que luego sería un caluroso dia de cielo límpido de azul y mar en calma. Una ligera brisa nos traía el salino olor del mar. Todo era tranquilidad. Nada hacía presagiar la desgracia.

Todo sucedió en un instante. El camión, antiguo, mal conservado y cargado de piedra procedente de una cantera cercana, había roto sus frenos unos minutos antes y no pudo tomar la curva sin invadir el carril por donde circulabamos. El impacto fue brutal y el coche fue desplazado contra los pretiles de piedra que delimitaban la carretera ….

Perdí el conocimiento un instante; cuando conseguí abrir los ojos me encontraba aprisionada contra el chasis y sentía un fuerte dolor en el pecho y en la pierna izquierda, que se encontraba atrapada entre los hierros. Busqué a Javier. El golpe había hecho desaparecer la puerta del coche y parte del asiento y de los anclajes del cinturón de seguridad, dejando el vehículo semivolcado lateralmente y suspendido en equilibrio precario sobre el acantilado. Javier se encontraba con la cabeza y parte del tórax dentro del habitáculo, asido a lo que quedaba del asiento y con el resto de su cuerpo pendiente sobre el vacío. Tenía sangre en la cara y en los brazos, pero estaba consciente.

El automovil, muy lentamente al principio, empezó a inclinarse hacia el precipicio. La posición del vehículo y el peso del cuerpo de Javier hacían que el desplazamiento fuese inevitable. Grité con todas mis fuerzas pidiendo socorro, pero nadie contestó a mi llamada. El vehículo seguía inclinandose lentamente …… sentí que ibamos a morir.

Javier me miró a los ojos. Fue una mirada serena, no había ningún atisbo de miedo, solo un gran, inmenso y profundo amor, como la primera vez que me besó bajo nuestro árbol: - “te amaré eternamente” – dijo.

Entonces se soltó.
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Sintió que las lágrimas empapaban sus mejillas al recordarlo. No era un llanto preñado de sollozos, de angustia o de rabia. Era un llanto dulce, como la lluvia cuando cae mansamente sobre los campos; no clama, ni arrasa, ni lucha; es el alma que se sublima y se desborda a través de las pupilas. No es de dolor porque ya no hay dolor. Ya no hay nada.

Habían pasado diez meses desde aquel aciago dia de verano y se encontraba igual que entonces: llena de un insondable vacío; habitante de un mundo que le era totalmente ajeno y al que no le ataba cosa alguna. Su familia y amigos habían, durante este tiempo, tratado de ayudarle de todas las formas posibles, pero todo había sido inútil. Ya no era mas que una sombra paseante aislada en su pasado.

Aquella mañana había decidido ir al único sitio en el mundo donde podría sentirse mas cerca de él. Allí habían sido felices, allí habían nacido como dos y se habían jurado su amor. Allí, bajo las ramas de su árbol, podría encontrar algo de paz ....

Sintió frio. Hacía ya un buen rato que se había hecho de noche y la oscuridad lo envolvía todo por doquier. La algarabía de los pajarillos había desaparecido y reinaba un profundo silencio. Se aproximó al tronco del árbol buscando refugio y al apoyar su mano sobre éste, una astilla se incrustó en la piel de su muñeca, produciendo una herida de la que empezó a manar un hilillo de sangre. Pero no le hizo caso; dejó que el surco rojo se deslizara hasta sus dedos y cayera sobre el suelo, como pequeños pétalos dispersos....

Una racha de brisa helada se deshizo en sus cabellos y sintió un escalofrío. Se acurrucó contra el árbol, como habían hecho los dos aquella tarde en que fueron sorprendidos por un fuerte aguacero y permanecieron abrazados, resguardados de la lluvia, al calor del tronco del algarrobo durante horas ....
La mano helada del viento volvía una y otra vez acariciando su piel. Las lágrimas se habían convertido en escarcha en sus mejillas y ya no podía sentir sus dedos, mientras la noche tejía una manta de hielo sobre su cuerpo. Se encogió, hecha un ovillo, en un hueco del tronco y sintió algo de calor reconfortante. Poco a poco, vencida por la emoción y el cansancio, fué quedándose dormida ....

No supo cuanto tiempo permaneció en ése estado, cuando se despertó sobresaltada. El viento había desaparecido y ya no tenía frío, ni miedo, ni angustia, sólo una inmensa paz; una paz y un silencio que todo lo inundaban. Seguía siendo de noche y la oscuridad poblaba el bosque, pero el árbol había cambiado: el tronco, las ramas y las hojas estaban ahora contorneados por un hilo de luz brillante que le daban un aspecto irreal; pudo ver los pajarillos, acurrucados en las ramas, inmóviles, radiantes de una luz que nacía en su interior, como si las estrellas se hubiesen colado dentro de ellos para iluminar el entorno. Miró sus manos y vió como éstas, así como el resto de su cuerpo y de su ropa tambien estaban contorneados por el hilo de luz intensa que lo iluminaba todo, pero que no molestaba sus pupilas. El camino que conducía hasta el árbol estaba ahora plagado en sus lindes por una hilera de infinitas pequeñas lucecitas como diminutas velas que lo hacían visible hasta el recodo, donde, a lo lejos, había aparecido una potente y cegadora luz blanca, circular, como un foco que estuviera apuntado hacia el árbol.

Entonces lo vió.

Al principio era sólo una figura que avanzaba por el camino, recortada contra la potente luz del fondo, pero, poco a poco pudo distinguir sus rasgos y facciones. Venía sonriendo, vestido de la misma forma que cuando se besaron bajo el árbol por primera vez; su cuerpo estaba también ribeteado de un hilo fino de luz y del interior de su pecho se irradiaba un sol pequeño que iluminaba todo su ser. No hablaba, pero ella podía oirlo y sentirlo.

Se acercó lentamente, la miró de la misma forma que ella recordaba la última vez, y le tendió la mano.

(- "Te amaré eternamente", había dicho.)

Ella asió su mano y toda la vida estalló de nuevo en su interior. Ahora estaba en paz. Cogidos de la mano, se encaminaron lentamente por el sendero hacia el foco del luz en el recodo.

Las luces del árbol fueron apagándose y, poco a poco, tambien las que iluminaban los bordes del sendero, a medida que ellos se alejaban.

De repente todo se hizo oscuridad.
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- “Vamos, cariño, levántate. Son las ocho y hemos de tomar el Ferry de las once”.

Abrió un ojo, todavía medio dormida, y miró el reloj. Marcaba las ocho menos cuatro minutos. La luz del sol empezaba a iluminar con fuerza la habitación.

- “Mientras te preparas, voy bajando el equipaje y colocándolo en el coche. Tienes café en la cocina. ¡venga perezosa!”.

Se sobresaltó y miró a su alrededor. Era su habitación, su casa. Todo parecía estar como siempre: la mesilla de noche, el reloj, los cuadros .... Entonces, ¿que había pasado?; ¿había sido un sueño?. No podía creerlo, le parecía imposible; había sido todo tan real .....

Un sentimiento de júbilo sacudió su cuerpo. Se levantó de un salto y fué corriendo a la ventana: Alli abajo, Javier estaba empezando a poner el equipaje dentro del coche, su coche, el de siempre, nada era diferente.

- "Javier"

- " Dime, cariño. ¿todavía no te has levantado?"

- " Javier, no quiero ir de viaje. Quiero quedarme aquí. Quiero que vayamos a ver a nuestro árbol".

Javier la miró con la incredulidad reflejada en el rostro, que poco a poco fué transformandose en asombro, y terminó estallando en una sonora carcajada.

Ella dejó la ventana y descalza y medio desnuda bajó los escalones de dos en dos, a toda prisa: "un sueño, ha sido un sueño. Una horrible pesadilla", pensó. Los sollozos rompieron su garganta y salió de la casa en tropel, casi en volandas y empapada en llanto, para estrellarse en su pecho. Le abrazó fuertemente, como nunca había hecho. No podía ni quería soltarse. Ahora ya todo había pasado.

Fué entonces cuando la vió.

Una pequeña astilla estaba incrustada bajo la piel de su muñeca y un fino reguero rojo, ahora ya seco, surcaba su mano hasta los dedos.

No era capaz de entender nada. Sintió que sus fuerzas desaparecían incapaces de sostener su cuerpo y se apretó mas fuerte contra él.

Lenta y dulcemente, Javier tomó su cara entre sus manos y ella pudo ver su mirada serena, sin miedo, con un gran, inmenso y profundo amor: - "te amaré eternamente", susurró.


(para Cristina, mi pequeña amiga, porque se lo había prometido)

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