Introdujo despacio la llave en la
puerta de su piso, situado en una zona residencial del centro de Madrid y
accedió al vestíbulo cerrando la puerta tras de sí. Una luz difusa iluminaba la
estancia, se despojó del guante de la mano derecha y apoyó el dedo índice en el
lector de huellas de la central de seguridad: "Bienvenido Sr. Almansa";
sonó un click de bloqueo de la puerta de entrada y la vivienda se inundó de luz
mientras suavemente una Sonata de Paganini apagaba el silencio de la casa. Se
despojó del abrigo, los guantes y la bufanda que dejó en un perchero y entró en
el salón. El ambiente era cálido, limpio y ligeramente perfumado.
"Acogedor y
confortable", pensó.
Estaba cansado y decidió darse
una ducha relajante. Dejó el portafolios encima de un sofá y se dirigió al
dormitorio.
La fuerte presión del agua
caliente sobre la piel le sentó bien. Se vistió con ropa cómoda que permitía la
libertad de movimientos y puso en marcha la enorme pantalla de TV del salón. Su
Majestad el Rey estaba dando el discurso de Navidad a todos los ciudadanos. Era
Nochebuena.
Entró en la cocina. Marta, su
asistenta, le había dejado preparada la cena: unos entremeses a base de
pescados ahumados, jamón y embutidos de
cerdo ibérico, una bandeja con dátiles con queso -su preferido- y una pieza de
solomillo wellington; todo impecablemente presentado y con las consabidas notas
de Marta: "calentar en el microondas 10 min a potencia media. En el
frigorífico hay salsa roquefort, salsa de manzana y membrillo. He hecho un
postre a base de helado, con chocolate caliente que está en el congelador; si
lo va a utilizar, calentar el chocolate, ya preparado ........... "etc.
etc. y finalizando con "D. Zacarías, que tenga Vd. una Feliz Nochebuena.
Volveré el dia 26. Marta".
No tenía mucha hambre, por lo que
se dirigió a la pequeña bodega climatizada, adosada a la cocina y abrió una
botella de Viña Ardanza del 64. Se sirvió una copa, tomó un dátil de la bandeja
-"algún dia tengo que ir a Egipto"-, pensó, y llevó el vino y los
entremeses para el salón.
El Rey estaba finalizando su
discurso, pero él no prestaba atención. Se encontaba absorto en sus
pensamientos: ¡Nochebuena! ..... mientras en todo el pais, millones de familias
comparten sus vidas, su calor y sus vivencias en torno a una mesa, él estaba
allí sólo. Sólo, como siempre desde que Alicia le dejó hacía ya doce años.
Se habían conocido en la
Universidad, ella estudiaba Derecho y él Filosofía y se habían hecho
inseparables desde el principio. Cuando terminaron la carrera Alicia empezó a
trabajar de pasante en un despacho de abogados y él se quedó de profesor
adjunto en la Universidad, mientras preparaba sus estudios de postgrado y
presentaba su tesis sobre "La Literatura en la España musulmana". Poco tiempo después decidían casarse.
Por aquel entonces él empezaba a
trabajar en una pequeña editorial de ámbito regional, especializada en
literatura para jóvenes, y le iba bastante bien: tras un primer período de
asentamiento, aprendizaje y arduo trabajo, había conseguido, gracias a su olfato
y buena intuición, captar un grupo de escritores noveles con ambición y capacidad
creativa lo que condujo, en el período de dos años, al notorio incremento del número
de ediciones y de ventas y que le había servido para su promoción a la
Subdirección y posterior Dirección de la editorial.
En el ámbito personal las cosas
no funcionaron tan bien. La dedicación intensiva a su vida profesional le había
ocupado todo el tiempo y el esfuerzo, en detrimento de su vínculo con Alicia
que, poco a poco, se fué deteriorando hasta convertirse en una simple relación
de convivencia, mas o menos cordial.
Al principio, Alicia trató de
llamar su atención sobre el problema y de reconducir los acontecimientos de
forma favorable, pero él no no estaba en la misma sintonía y no pudo, o no
supo, entender los argumentos, y poco a poco se fueron distanciando. Asi que, un buen dia, cuando volvían de una
cena organizada para celebrar un nuevo record anual de ventas, Alicia le dijo
que se marchaba de casa. Tres meses después estaban divorciados.
Por aquel tiempo la Editorial
SineLinea , tercera en el ranking nacional, se había puesto en contacto con él
para ofrecerle el cargo de Jefe del departamento de Nuevos Valores, en unas
condiciones personales y profesionales como no podía ni imaginar: la Editorial
quería potenciar la búsqueda y contratación de nuevos escritores y estaba
dispuesta a poner todos los medios para ello. Aceptó sin pensarlo dos veces.
Escanció la ultima copa de la
botella de vino y dió un largo sorbo. De aquello hacía ya once años.
El
trabajo había sido muy duro desde entonces: rodeado de un escogido equipo de
jovenes, trabajadores, fieles y ambiciosos, impulsó la captación de nuevos
talentos y de nuevas secciones en la publicación: se incrementaron las
ediciones, las ventas y el prestigio de la Editorial. Al tercer año fué
nombrado Director General, cargo que ocuparía durante los seis años siguientes,
promoviendo nuevas Divisiones dentro del conglomerado de negocios: primero fué
el Cine, luego las áreas de investigación, literaria, cientifica y ultimamente
famaceutica; la absorción de otras Editoriales en Sudamérica y del sur de
Europa .... en fin, convirtió a Editorial SineLinea en la segunda en el ranking
nacional y primera en el mercado exterior.
Ahora, con 38 años, era
Vicepresidente del Grupo de Empresas. Todo un éxito que ni el mismo podía haber
soñado cuando era un pobre universitario en espera de una oportunidad en la
vida.
Pero allí estaba en Nochebuena,
sólo, como todas las noches. Infinitamente sólo. Como siempre.
Se levantó y se dirigió al bar
sirviéndose una generosa ración de Glenfiddich, sin hielo y sin soda, como
recordaba de las Highlands, y dió un ligero sorbo.
A lo largo de todos aquellos
años, desde que se separó de Alicia, no había vuelto a amar a una mujer. Claro
que había tenido sus aventuras. De todas clases. El era un hombre joven, bien
parecido, socialmente bien situado, con dinero y poder, es decir un valor en
alza, pero estaba casado con su profesión y su trabajo y el amor no había
tenido espacio en su vida.
Desde hacía algún tiempo se
preguntaba si todo aquello había valido la pena y si el esfuerzo y dedicación
para el éxito compensaban una vida vacía de sentimientos y afectos; algo que
especialmente se notaba en una noche como ésta, cuando la soledad se hace mas
profunda y oscura, lejos del calor familiar que mitigue y suavice las espinas encontradas
a lo largo del camino.
Entonces se acordó del
"peregrino".
Había sucedido por la mañana. En
medio de todas las llamadas de teléfono con felicitaciones y buenos deseos
navideños, una secretaria le había comunicado que un 'señor' insistía en verle
desde hacía dos horas, y que a pesar de las reiteradas negativas por su parte
persistía en la demanda.
Normalmente no le habría
recibido, pero Beatriz, la perfecta e insustituible Beatriz, su ayudante, entró
en el despacho diciéndole: "deberías verle. Es un ..... ¡peregrino!".
Con lo que accedió a la entrevista.
- "Buenos dias, Sr. Almansa,
mi nombre es Yibrail Legnacra y vengo desde Umm Quais, una pequeña ciudad en
Jordania, para verle a Vd."
Su voz sonaba dulce y serena,
pero firme. Era un hombre joven, alto y bastante delgado, de largos cabellos
muy rubios que caían sobre los hombros. Vestía (Beatriz lo había descrito a la
perfección) como un peregrino que hubiese recorrido un largo camino para llegar
hasta aquí. Una especie de abrigo oscuro de piel basta, forrado de lana y
confeccionado a mano, cubría todo su cuerpo hasta los pies; estaba viejo y
ajado por el tiempo y el uso. Las botas y el sombrero de ala ancha, del mismo
color que el abrigo y probablemente del mismo material, se encontraban en un
estado lamentable debido al uso y a las inclemencias del tiempo. En la mano
derecha llevaba una larga vara de roble de las utilizadas por los caminantes, y
en la izquierda un pequeño paquete forrado con papel de periódico.
Pero lo mas destacable era su
rostro. Poseía la perfección, la serenidad y la belleza de la Grecia clásica:
una barba rubia, de varias semanas, cubría parte de su faz y sus ojos de un
azul profundamente límpido, como no recordaba en los dias mas claros del Sur,
expresaban una inmensa bondad. Todo en él inspiraba paz y confianza.
- "He venido a traerle un
cuento. Un cuento de Navidad. No es muy extenso.
Tengo el convencimiento de que
Vd. no lo publicará, pero le prometo que si Vd. lo lee, será historia mas hermosa que Vd. haya leído
jamás".
Sonaba absolutamente convincente.
- "Bien, y ¿cómo puedo
ponerme en contacto con Vd.?"
- "Ah, no se preocupe.
Volveremos a vernos".
Dió media vuelta y se marchó.
Sonrió acordándose de la escena.
"Extraño individuo", pensó. Bebió un nuevo sorbo de whisky y extrajo
de su portafolio el paquete que le había entregado "el peregrino".
Era un envoltorio en papel de
periódico escrito en árabe, procedente de Jordania o Palestina, según dedujo,
atado en forma de cruz por una delgada cuerda de esparto. Estaba sucio y arrugado
de forma que parte del texto era ilegible, probablemente debido a la humedad,
el polvo y el trasiego entre las manos.
Cogió del portafolios una pequeña
navaja y cortó las cuerdas, deshaciendo el paquete y extrayendo el contenido.
Eran unos cuantos folios de papel
amarillento y basto, mecanografiados a una sola cara mediante una máquina de
escribir mecánica y muy antigua, a juzgar por la tipografía, y numerados del
1/84 al 84/84. Su estado era acorde con el envoltorio: sucios y arrugados, pero
legibles.
El vino y el licor empezaban a
hacer su efecto y notó cierta somnolencia, pero sentía una gran curiosidad. No
podía olvidar las palabras del peregrino: " ...si Vd. lo lee, será historia mas hermosa que Vd. haya leído
jamás", así que decidió salir de dudas y cogió el primer folio.
"Un milagro en Navidad"
by Yibrail Legnacra.
"La historia se situaba en
el Reino de Judá durante la dominación romana y el reinado de Herodes I el
Grande, sobre los años 15-20 A.C., y narraba la vida de Elisabet, única hija de
Aaron, un humilde campesino de una aldea próxima a Jerusalen.
La infancia de Elisabet había
transcurrido felizmente dentro de un hogar basado en la honestidad, al amor y
la bondad, ayudando a sus progenitores en las labores domésticas y del campo, e
impregnando su alma de los rayos de sol escabullidos entre las ramas de los
árboles en la primavera, mientras apacentaba las ovejas, o iluminando sus ojos
con el dorado color de la lumbre en el lar, durante las frias tardes del
invierno.
A medida que iba avanzando en su
pubertad, y su cuerpo y su mente iban abriéndose a la vida, fué sintiéndose mas
unida a su padre. Existía una comunicación mágica entre ellos que no sabría
explicar pero que la hacía sentirse segura. Todo era fácil a su lado y siempre
tenía la respuesta oportuna y convincente.
Su padre era un hombre temeroso
de Dios, humilde y sin preparación académica, pero era un sabio; con esa
especial sabiduría que da la vida y el contacto con la naturaleza, tras años de
observar y aprender a leer entre los renglones escritos por Dios. El siempre
decía: "hay que orar a Dios, pero cada uno debe hacer su trabajo", o
"nada de lo que consigas sin esfuerzo valdrá la pena; hay que luchar por
lo que quieres, las cosas realmente importantes de la vida solo se logran con
trabajo, dedicación y fé en Dios".
Tenía un elevado concepto de la
honestidad y la justicia, por lo que era requerido por otros campesinos y
vecinos de la zona como mediador en las disputas originadas por la convivencia,
el agua o las lindes, dado lo razonable y justo de sus opiniones. Ella siempre
recordaba la frase de su padre: "la bondad y la justicia son los únicos
remos de que el hombre dispone para mantener la barca a flote, en el turbulento
rio de la vida".
Pero lo que Elisabet mas admiraba
en su padre era la comprensión. Su empatía. La capacidad de situarse en lugar
de otra persona para entender el origen del problema o de la angustia.
En cierta ocasión, cuando
Elisabet estaba cercana a cumplir los dieciseis años, y había salido a cuidar
de las ovejas en el bosque cercano a su casa, tuvo una experiencia que marcaría
toda su vida:
Cuando Elisabet se encargaba del
pastoreo de las ovejas, y dado que éste trabajo no requería demasiada
concentración y esfuerzo, aprovechaba para dejar volar su imaginación, como
cualquier joven de su edad, y se veía como una princesa en un pais lleno de
palmeras y vegetación, surcado por riachuelos de aguas frescas y tranquilas, en
cuyas orillas gentes felices, como su padre, cultivaban la tierra y apacentaban
el ganado, mientras entonaban alegres canciones de amor. Y un buen dia llegaba
a su palacio un joven viajero, alto, rubio y muy atractivo, procedente de
tierras lejanas, que al verla se prendaba de ella y, rodilla en tierra, tomando
su mano, le confesaba su amor, fundiéndose en un beso interminable. Su padre le
había dicho en una ocasión: "Espera. Deja al tiempo hacer su trabajo. Un
día parecerá un buen hombre en tu vida, te enamorarás y serás muy feliz".
En estos menesteres, apoyada en
un olivo milenario, estaba aquella cálida tarde de primavera cuando, poco a
poco y sin percatarse, fué abandonándose al sueño.
Cuando despertó, el sol se había
ocultado tras la última montaña y la oscuridad empezaba a desparramarse por el
entorno. Todavía medio dormida, en esa duermevela que precede al despertar, (o
quizás no, nunca lo supo con certeza), vió una luz brillante en el cielo, como
una estrella fugaz, que velozmente se fué acercando hacia donde ella se
encontraba, yendose a detener a escasos metros del viejo olivo. Todo había
sucedido en escasos segundos. La luz fué disminuyendo la intensidad y pudo ver
la figura de un hombre que portaba una pequeña caja en su mano izquierda, de la
que manaba una ligera luz. El hombre la miraba fija y dulcemente y sonreía. Era
hermoso, tenía el cabello corto y vestía extrañas ropas brillantes, como ella
nunca había visto antes. Ninguno de los dos pronunciaba palabra, pero podían
entenderse. El extraño ser se aproximó,
la tomó de sus manos y la puso en pié. Ella estaba hechizada, no podía
controlar la temblorosa emoción que recorría su cuerpo; entonces él tomó su
cara con ambas manos y la besó larga y dulcemente. Creyó que iba a desmayarse.
El dijo: "Siempre estaré a tu lado. Te amo y volveré a por tí".
La luz que rodeaba al hombre fué
aumentado de intensidad hasta volverse cegadora y ocultar su figura. Entonces
desapareció.
Sus piernas no pudieron soportar
la tensión y cayó de rodillas, apoyándose en el árbol. No podía saber si había
sido un sueño real o una realidad onírica, dado que aún podía sentir el calor
de sus manos y la dulce ternura de sus labios, pero nunca había experimentado
una sensación igual, una especie de energía emocional que nacía en el estómago
y recorría todo su cuerpo tembloroso. Cuando consiguió recuperar las fuerzas,
se levantó y a toda velocidad salió corriendo hacia su casa. Se encerró en su
habitación y rompió en sollozos profundos, de los que nacen del alma; sollozos
de alegría, emoción y temor a lo ignorado."
Zacarías estaba embelesado. Como
había anunciado el peregrino, nunca había leído una historia mas hermosa. Pero
no sólo por el argumento, si no por la descriptiva: tenía la sensación de que
la obra no había sido escrita para ser leída, si no para ser 'sentida'; no era
una concatenación de palabras y frases de forma perfecta, si no de sensaciones,
de flashes que te sumergían en el texto, de forma que 'podías' tocar el tronco
rugoso de los árboles, 'sentir' el calor del sol sobre la piel y 'ver' las
estrellas rutilantes en el oscuro y plácido mar de los ojos de Elisabet.
Pero él se sentía cansado. Había sido
un dia ajetreado y sus párpados empezaban a pugnar por cerrarse; mas su
espíritu estaba excitado, hiperestésico. Ahora no podía ni quería parar.
Se sirvió una nueva ración de
Glenfiddich y tomó un sorbo lentamente. El whisky avivó momentaneamente sus
sentidos y decidió proseguir con la lectura.
"En los dias que siguieron a
su extraordinaria experiencia, Elisabet se sintió como un ser extraño, como un
fantasma: no caminaba, flotaba en el aire; realizaba sus tareas como un
autómata; sus pies estaban en la tierra, pero su alma se hallaba vagando por el
espacio ignoto; dejó de comer y apenas podía dormir por la noche .... Le amaba,
no sabía cómo ni por qué, ya que ella no había amado nunca antes, pero sentía
que le amaba. Lo supo desde el primer momento que le vió y la tomó en sus
brazos, pero tuvo toda la certeza cuando le dejó ver su alma dulcemente
dibujada en el beso: "así quiero estar siempre. Con él, mi Caballero de la
Estrella".
Su actitud no podía pasar desapercibida,
así que, pocos dias después, su padre se sentó con ella una tarde, le cogió las
manos y la miró tiernamente:
- ¿Que te aflige?, preguntó.
No era la actitud, el tono y la
mirada de un padre solamente, si no la de un amigo. Un viejo y sabio amigo que
te quiere y cree en tí.
Elisabet se refugió en sus brazos
y rompió a llorar. El padre acarició suavemente sus cabellos, de esa manera
como sólo un padre sabe hacerlo, y ella se sintió protegida y confortada. A
continuación, entre gemidos entrecortados, procedió con detalle al relato de la
historia.
Cuando hubo terminado el padre
permaneció un rato en silencio reflexivo. Entonces sonrió y le dijo:
"Nunca sabemos cuáles son
los designios de Dios para cada uno de nosotros, pero no debemos asustarnos ni
afligirnos por ello, si no que debemos aceptarlos con serenidad, porque El,
mejor que nadie, nos conoce y nada malo puede desearnos, si no al contrario, aunque
no siempre entendamos las situaciones que se nos presentan en la vida. Este
sueño tambien forma parte de la obra de Dios.
Y los sueños, cuando creemos en
ellos desde lo mas intimo de nuestro ser y nos mantenemos firmes en nuestro
camino, tambien se cumplen."
A partir de ese dia, y
lentamente, la vida de Elisabet fué volviendo a la normalidad, no obstante,
aprovechaba cada momento libre de que disponía, para correr hasta el bosque
provista de una pequeña lamparita de aceite que encendía al pié del viejo
olivo. El había dicho "volveré a por tí" y ésta era su manera de
decirle que allí estaba, que le esperaba.
Pero los acontecimientos en el
reino empezaron a suceder de forma acelerada. Un dia llegó su padre a casa con
el semblante serio y preocupado y anunció a su familia que el viejo rey Herodes
I había muerto, siendo sustituido por su hijo Arquelao, con el refrendo del
Emperador Cesar Augusto.
"Debemos estar
preparados", había dicho su padre. La fama de Arquelao le precedía: Cruel
y despiadado, nepotista y ambicioso, su mejor forma de razonamiento era el
recurso a la violencia. "Se avecinan malos tiempos para el pueblo",
había continuado su padre con voz triste. A partir de entonces ya nunca volvió
a ser el mismo. Había perdido su buen humor y alegría y estaba todo el tiempo
con aire meditativo y la mirada perdida, preñada de oscuros presagios.
Seis meses mas tarde, cuando
Elisabet se encontraba en la puerta de su casa cogiendo leña para el fuego, apareció un señor a caballo, ricamente vestido
y acompañado de cinco o seis lacayos, todos ellos armados. Era un hombre de
unos 50 años, de mirada torva y lasciva y el aire prepotente de quien está
acostumbrado a ordenar y ser obedecido.
"Tú debes ser Elisabet.
¡cómo has crecido!", dijo tomándola de un brazo y mirándola de forma
descarada a los pechos. "Vengo a ver a Aaron, el granjero".
Según les dijo su padre
posteriormente, éste señor se llamaba Yehudá Ben Yoezer y era un adinerado
comerciante de Jerusalen, miembro del Sanedrin y amigo personal de Shammai, el
Av Beit Din del Sanedrín, es decir el máximo responsable de la impartición de
justicia del mas alto tribunal. Había venido a verle porque estaba intentado
copar todos los excedentes de producción de las granjas de Judea, para
venderlos en los mercados de Jerusalen y otras ciudades importantes.
Ben Yoezer sabía de la influencia
que Aaron ejercía sobre el campesinado de la región y entendía que si podía
convencer a éste, tenía muchas posibilidades de que el resto de los granjeros
siguieran su ejemplo. Pero Aaron se había negado, aduciendo que él llevaría sus
productos al mercado como había hecho siempre a lo largo de generaciones. Ben
Yoezer se había enfadado mucho -Elisabet le oía gritar desde su cuarto- y se
había marchado recordando a su padre que él era un hombre rico y poderoso,
miembro de la mas alta escala social del pais, y que su negativa a complacerle
le traería consecuencias.
Aquella noche su padre abandonó
la casa en silencio, volviendo cuando ya el sol empezaba a despuntar sobre las
montañas. Estas salidas nocturnas y misteriosas, continuarían produciendose
cada vez con mayor frecuencia a lo largo de los próximos meses.
Mientras tanto el caos empezaba a
asentarse en la zona: varios granjeros habían sufrido incendios en sus
cosechas, robos de ganado y dos habían muerto en extrañas circunstancias. Nadie
sabía quienes eran los autores, aunque todo el mundo lo sospechaba. Tambien en
las ciudades se habían producido saqueos, robos e infinidad de muertes entre
los opositores al etnarca Herodes Arquelao. El descontento y el temor se
adueñaban de Judea.
Una noche, cuando su padre se
estaba preparando para salir las llamó a ambas y les dijo:
- "Preparaos, porque la
semana que viene debereis partir de aquí hacia el puerto de Jafra. Coged lo
imprescindible y yo me uniré a vosotras lo antes posible. La situación ya es
insostenible y ésta es la mejor solución.
Un día el hombre será libre,
no solo para decidir su destino, si no de pensamiento. Pero ésto no se
conseguirá sin luchar. Y ahora es el momento de la lucha. Que Dios nos
proteja".
Los malos augurios de Aaron se
cumplieron y, cuando amanecía al dia siguiente, un campesino de una aldea
cercana llegó corriendo a su casa balbuceando la peores noticias. Su padre
había muerto.
Nunca se enteró muy bien de lo
sucedido, ... una reunión clandestina con otros granjeros, llegaron los
soldados, hubo una refriega ..... y todos los participantes habían muerto y sus
cuerpos arrojados a una gran hoguera.
Elisabet estaba aún abrazada a su
madre llorando desconsoladamente, cuando un grupo de soldados irrumpió en su
casa de forma violenta y, a empujones, fueron introducidas en un carro, llevadas
a la prisión del Sanedrin y encerradas en celdas separadas.
La cárcel, oscura y húmeda, olía
a humanidad. Otras veinte o treinta reclusas se apiñaban en un espacio
insuficiente para el número de detenidas. El ambiente era de desolación y
desamparo. Allí permanecería encerrada durante los próximos 85 dias.
Al principio se hundió en la mas
honda desesperación. Se sentía perdida y abandonada a su suerte, no podía comer
y estaba todo el dia llorando compungidamente, acurrucada en un rincón.
Entonces recordó las palabras de su padre -"hay que luchar"- y poco a
poco fué sobreponiendose y aceptando su desdicha -"Lucharé por mi vida.
Lucharé por mi padre. Lucharé por mi Caballero de la Estrella"- se juró.
Un día se abrió la puerta de la
celda y entró un grupo de soldados. La asieron de los brazos, la sacaron del recinto y fué llevada hasta la
salida de la cárcel. Allí estaba su madre. Las subieron a un carro y,
escoltadas por lacayos, fueron conducidas a la casa de Yehudá Ben Yoezer, el
comerciante de Jerusalen.
Elisabet no había vuelto a ver a
su madre desde el dia en que les comunicaron la muerte de su padre, y comprobó
que su estado era lamentable: parecía un esqueleto viviente, apenas podía andar
y tenía un ojo amoratado que ya no conseguía abrir; su cuerpo estaba tumefacto
a consecuencia de las palizas y hablaba con gran dificultad. Por ella se enteró
de que, a lo largo del período de internamiento, había sido interrogada en
varias ocasiones por una especie de jefe de policía y dos matones encargados de
propinarle golpes hasta perder el conocimiento. Al parecer su padre había sido
acusado de conspiración para derrocar al Etnarca y ellas, Elisabeth y su madre,
eran consideradas cómplices. El interrogatorio pretendía obtener información
del alcance y estructura del complot.
Durante tiempo que duró el
encierro, la madre de Elisabet había tenido dos visitas de Ben Yoezer. En la
primera le había dicho:
-"Mira, tu marido ha muerto.
¿Que vais a hacer dos mujeres solas en la granja?. Yo puedo sacaros de aquí y
llevaros a mi casa a cambio de que me cedas tus tierras".
Su madre se había negado.
"Somos inocentes", había dicho.
En la segunda visita, Ben Yoezer
había sido mas expeditivo:
-"El asunto es grave. Estais
acusadas de complicidad en una traición y el resultado puede ser la muerte.
Hasta ahora, gracias a mi intervención, tu hija no ha sido interrogada, pero lo
será si prosigues en tu negativa; y todos los los sufrimientos que has pasado
no serán nada comparados a los suyos, será violada, torturada y mutilada. Yo
puedo evitarlo, sólo tienes que dar tu consentimiento y estareis en mi casa con
un lecho y alimento, libres y a salvo. Esta es tu última oportunidad".
En esta ocasión su madre había
accedido, aunque ya demasiado tarde para ella.
Aún no llevaban un mes viviendo
en casa de Ben Yozer, cuando, una noche, Elisabet sintió la débil llamada de su
madre. Se moría. Elisabet la tomó con cuido en sus brazos y la apretó
dulcemente contra su pecho: "te quiero, hija". Y falleció.
Desde que habían llegado a la
casa de Ben Yoezer, Elisabet se percató de inmediato de las intenciones de éste:
él no quería una sirviente, quería una concubina. Por eso la había preservado
de las torturas; la quería joven y explendidamente hermosa, como ella era. Al
principio la actitud de Ben Yoezer había sido atenta y solícita; la espiaba y
seguía por las dependencias de la casa entre sonrisas y palabras amables. Luego
vinieron los regalos, las atenciones personales, los vestidos y los perfumes;
sin embargo Elisabet siempre huía de él, se iba corriendo y rechazaba los
regalos; pero desde la muerte de su madre sus modales habían cambiado: ahora
eran mas secos, firmes y amenazantes. Un dia le dijo: -"si no accedes a
mis pretensiones, terminarás volviendo al sitio de donde saliste". No
obstante Elisabet continuó en su tónica de firmeza y trato correcto sin concesiones.
Aquella noche Ben Yoezer daba una
cena en su casa para algunos de sus amigos, y Elisabet había sido designada
para servir el vino. Eran seis hombres. Elisabet pudo reconocer al Av Beit Din
y supuso que los demás eran otros miembros del Sanedrin o banqueros y hombres
de negocio de Jerusalen. La cena estuvo en consonancia a la categoria social de
los comensales y al final de la misma todos estaban un poco borrachos. En un
momento, cuando Elisabet se inclinaba para servir el vino, Ben Yoezer trató de
abrazarla y sentarla en su regazo. Sus amigos se rieron. Elisabet forcejeó para
zafarse del abrazo y en la lucha derramó el vino de la jarra sobre las ropas de
Ben Yoezer. Sus amigos se rieron mas estruendosamente aún: "ja ja ja
Yehudá, ¿cómo vas a manejar tus negocios si eres incapaz de controlar a una
sierva?". Ben Yoezer, abochornado ante sus invitados; montó en cólera y se
dirigió hacia Elisabet tomandola del cuello del vestido: de un fuerte tirón
desgarró la ropa y dejó su pecho al descubierto. Elisabet se defendió
instintivamente, levantó la jarra de barro y la rompió en el rostro de Ben
Yoezer, huyendo a continuación, mientras seguía oyendo las carcajadas de los
contertulios.
Corrió. Corrió todo lo velozmente
que le permitieron sus piernas, aunque no supo hacia donde ni durante cuanto
tiempo.
Cuando ya exhausta y a punto de desmayarse
detuvo su paso, se percató que había llegado a su aldea y estaba cerca del
bosquecillo donde -le parecía que había pasado una eternidad- antes apacentaba
sus ovejas.
Se dirigió al olivo milenario,
cayó de rodillas y lloró amargamente. Dios la había abandonado. Se acordó de su
padre -"nunca sabemos cuales son los designios de Dios, para con nosotros
.... y los sueños, cuando creemos en ellos, tambien se cumplen"-. Buscó
entre los matrorrales y encontró la lamparilla de aceite donde la había
escondido. La encendió y, mirando al cielo, oró con toda la fuerza de su ser:
"Dios mío dame fuerzas. Mi Caballero de la Estrella, aquí estoy, aquí te
espero, no me abandones".
En esa posición se encontraba
cuando fué detenida, al dia siguiente, por los soldados y conducida de nuevo a
la prisión del Sanedrin.
Esta vez la celda no era
compartida. El olor, la humedad y la tristeza del ambiente eran las mismas,
pero ahora estaba sola. Así permaneció durante cuatro dias; al quinto fué
llevada a la presencia del Gran Tribunal de Justicia.
La Sala del Tribunal era un local
amplio, prácticamente sin decoración alguna, si exceptuamos varias antorchas
adosadas a las paredes, que proporcionaban iluminacion excasa, pero suficiente,
para la celebración de las vistas. En la pared frontal respecto de la entrada
al recinto, sobre una tarima de madera de unos 70 centimetros, se hallaba una
mesa larga ocupada por los jueces. Enfrente de éstos y a unos diez metros
empezaba una serie de siete u ocho filas de asientos de madera, destinados a
los invitados -Elisabet reconoció, entre ellos a Yehudá Ben Yoezer, con el
rostro parcialmente cubierto por una venda-. En la pared de la derecha del
Tribunal había un banco de madera donde se sentaba el reo, custodiado por dos
guardias. Los testigos se encontraban fuera de sala, en una dependencia anexa,
y prestaban sus declaraciones, al ser llamados por el ujier, de pié frente al
Tribunal; el cual, en este caso, era presidido por el Av Beit Din, lo que
determinaba que se trataba de un asunto relevante.
El Presidente abrió la sesión
mediante una fórmula milenaria donde se mencionaba que la justicia era
impartida en el nombre de Dios, y se rogaba a Éste concediese la sabiduría
necesaria al Tribunal para la justa sentencia y, asimismo, se informaba del
contenido de la acusación: "por invocar espíritus y practicar la
adivinación".
Acto seguido se citó al primer
testigo.
Elisabet reconoció a uno de los
soldados que la habían detenido en el bosque y pudo oir como éste manifestaba
"haberla visto de rodillas, con una lámpara encendida, con los brazos
extendidos hacia el cielo y haberle oído invocar a los espíritus".
Poco a poco, hasta un total de
doce, los testigos, todos desconocidos para Elisabet, fueron declarando ante el
Tribunal: ... "altar en su casa e invocaciones a difuntos",
"adivinaciones sobre la muerte del Rey", "sacrificios a los
espíritus",... etc.
Elisabet no podía dar crédito a
lo que oía. Todo era falso y aquello no era un juicio, si no una pantomima. A
partir del quinto testigo dejó de prestar atención; todo se había acabado y ya
no tenía fuerzas ni ganas de luchar, -"si ésta es la voluntad de Dios,
sea"-, pensó.
Cuando el Av Beit Din la
requirió para presentar las alegaciones en su defensa, se limitó al silencio.
Finalmente el Presidente del
Tribunal, después de una rápida consulta a los otro cuatro jueces, se dispuso a
dictar sentencia:
"Se han cumplido todos los
preceptos que establece la Ley: Los aquí comparecientes han sido testigos
presenciales, que no profesan antipatía o animadversión hacia la acusada, que
asimismo tampoco son familiares o amigos de la misma y sus declaraciones no han
presentado discrepancias a juicio de este Tribunal. La acusada tambien ha sido
requerida para ser oída en su defensa. Por tanto es de aplicación lo expuesto
en Levítico 20:27 'el hombre o la mujer que evocare
espíritus de muertos o se entregare a la adivinación, ha de morir; serán
apedreados; su sangre será sobre ellos'.
Por
todo ello la sentencia de este Tribunal es firme y concluyente: Se condena a la
acusada a ser lapidada hasta su muerte. La sentencia se cumplirá mañana a las
cuatro de la tarde. Mientras tanto devuélvase a la acusada a la prisión del
Sanedrin. La sentencia ha sido dictada."
Zacarías
despertó sobresaltado. No sabía si había leído o soñado los ultimos
acontecimientos de la historia. Repasó el último folio. Ella no podía morir.
Sentía un profundo dolor dentro de sí y las lágrimas acudieron a sus ojos. Se
estaba acercando el final -le quedaban tres folios- y prosiguió con la lectura,
aunque el sopor le vencía por momentos.
"Elisabet
no pudo conciliar el sueño en toda la noche. Ya no sentía miedo ni angustia.
Había dejado de luchar y aceptaba su suerte. Se acordó de su padre y de su
madre, de los tiempos en lo que eran felices en la granja, pero ahora ambos
estaban muertos. Tenía 19 años y pensó que quizás era muy joven para morir, y
se acordó de su Caballero de la Estrella "tal vez no nos veamos nunca y quizá
soy muy joven para morir, pero aquel beso y sus caricias, valen por toda una
vida", se dijo.
La
celda se abrió y entraron dos soldados. Le dieron una especia de camisón oscuro
y una capucha del mismo color y le dijeron que se los pusiese. La arrastraron,
descalza, fuera de la prisión, la subieron a un carro y la llevaron hacia el lugar
de ejecución. Éste se hallaba situado en un descampado cerca de las ultimas
casas a la salida de Jerusalen, en el centro del cual había un poste de piedra,
donde eran atados los reos.
Hasta
allí fué conducida Elisabet y atada de pies y manos al poste.
A lo largo del trayecto ella había oído como
la gente al pasar le increpaba y deseaban su muerte, pero ahora lo podía palpar
en el ambiente: la gente gritaba e insultaba; había tensión y deseos de sangre.
Pero Elisabet no sentía miedo, solo quería que todo acabase. Con gran esfuerzo
consiguió acercar su cabeza a sus manos y se quitó la capucha. Quería mirarlos
de frente con la mirada de los que se saben inocentes. No con rencor, ni con
orgullo, ni con miedo. Sólo con bondad.
Entonces
lo vió."
Zacarías
dió un respingo y sintió como su corazón se encogía en el pecho. Le estaba
mirando a él. Elisabet le miraba fijamente a los ojos y él pudo ver los suyos
límpidos, oscuros, profundos y llenos de amor. Le miraba a él y le sonreía,
pero ¿que hacía él alli, en medio de la multitud?, ¿que había sucedido?, "esto es un sueño",
pensó, mirando los tres folios que aún sostenía en su mano.
El
fuerte empujón de un hombre situado a su derecha, mal encarado, vestido con una
sucia chilaba, un kipá y dos grandes piedras en las manos, le sacó de sus pensamientos.
"Esto es real, no sé cómo, pero es real".
Elisabet
lo vió. Estaba en medio de la multitud, ataviado con las mismas prendas que lo
había visto aquella vez, aunque ahora no eran brillantes, solo extrañas. El, su
Caballero de la Estrella, había vuelto como le dijera, "te amo y volveré a
por ti". Se sintió feliz, "ahora ya puedo morir", pensó; y una
sonrisa puso color en su rostro.
Un
hombrecillo de largos cabellos de la primera fila gritó "muerte a la
bruja" y alzando su mano arrojó una piedra contra Elisabet. La piedra
chocó contra el poste y arrancó una astilla que fué a clavarse en la frente de
Elisabet, manando un ligero hilo de sangre. Otro hombre también lanzó una
piedra; ésta golpeó en el costado de Elisabet y se oyó un leve gemido. La
multitud empezó a gritar enfervorizada. La chusma quería sangre.
Zacarías
estaba paralizado. ¡Ella no podía morir!. El estaba allí y ella no podía morir,
pero ¿que podía hacer?. Tenía que actuar. Tenía que hacer algo.
Empezó
a gritar como un poseso: "es inocente, es inocente". Se abrió paso a
codazos entre la multitud y se situó entre ellos y Elisabet, "alto,
deteneos, es inocente".
Al
principio, inmerso en una multitud pendiente del reo, nadie había notado su
presencia, pero ahora él estaba allí, en medio, delante de todos, y poco a poco
los gritos se fueron calmando dando paso a la curiosidad, ¿quien era aquel ser
desconocido, de pelo corto y extraña vestimenta? ¿y qué pretendía?. Zacarías
tenía que ganar tiempo aprovechando perplejidad de la muchedumbre. Pero ¿cómo?.
Miró a su alrededor y no vió nada que pudiera usar.Tiró los folios al suelo, hurgó
en sus bolsillos y se topó con una caja alargada y estrecha. "Mi
teléfono", pensó, "pero aquí no me sirve para nada". Tenía que
actuar con toda premura. Sacó el teléfono del bolsillo, apretó una tecla y el
aparato se iluminó. La plebe observaba atónita y en silencio sus movimientos.
"Videos". Pulsó y apareció una larga lista de iconos. Sin apenas
mirar, pulsó el primero que encontró y dió toda la potencia al sonido: los
primeros compases de una canción de Maná resonaron en el silencio de la tarde,
las imágenes del video aparecieron simultáneamente. Se oyó un rumor de
perplejidad y asombro. La multitud retrocedió dos pasos. El se acercó a ellos
-"es inocente"- les dijo y giró la pantalla del teléfono hacia el
grupo y a continuación lo depositó en el suelo.
'....
Estoy clavado,
estoy
herido,
estoy
ahogado en un bar ....'
Empezaron
a oirse murmullos de incredulidad y miedo entre la gente mientras se arremolinaban
alrededor del aparato -"Dios mio, tecnología de vanguardia en el siglo I
a.JC."- pensó.
Ahora
tenía que darse prisa. Corrió hacia donde se encontraba Elisabet y del bolsillo sacó
la navajita que había usado para deshacer el paquete del peregrino. Cortó las
ligaduras, y ambos salieron corriendo en dirección a las casas mas
próximas. La tarde empezaba a declinar.
Las
piedras herían los pies descalzos de Elisabet que corría con dificultad.
Zacarias se detuvo y la cogió en sus brazos, ella se abrazó fuertemente a él.
Alguien
del grupo ajusticiador gritó: "se escapan". La multitud despertó
bruscamente de su asombro y con gran vocerío iniciaron la persecución en pos de
la pareja.
Zacarías
tomó la primera calle que vió, un callejón largo y umbrío; luego la primera a
la derecha y después otra a la izquierda. A medida que avanzaban los callejones
se volvían mas angostos y oscuros. Sentía a la multitud cada vez mas cerca.
Vió una callejuela en penumbra y aún mas estrecha y decidió cogerla. No habian
avanzado mas de cuarenta metros cuando la callejuela se abrió a una pequeña
plaza sin salida. Las puertas estaban cerradas y ellos podían oir como la masa
simiesca se aproximaba a la esquina del callejón.
Zacarías
puso a Elisabet en el suelo, detrás de él, y sacó su pequeña navaja.
"Lucharé", se dijo. Nunca se había planteado el tema de su muerte,
pero ahora lo supo, "lucharé hasta el final; no la dejaré en manos de esos
salvajes". Elisabet se apretó fuerte contra su espalda: su Caballero de la
Estrella había vuelto, ahora ya no le importaba nada.
Los
primeros perseguidores entraban en la callejuela cuando una puerta se abrió y
un débil rectángulo de luz se proyectó sobre la calle. Una figura masculina se
recortó bajo el dintel: "entrad, aprisa".
Zacarías
lo reconoció al instante. Era "el peregrino".
Ahora
iba descubierto y vestía con una larga chilaba de color claro sobre la que
llevaba un chaleco de color azul oscuro. Su pelo caía en rizos sobre los
hombros y los ojos eran tan azules y limpios como le recordaba.
-"Seguidme",
dijo el peregrino. Atravesaron la vivienda y salieron por una puerta posterior
a otra callejuela perpendicular a la que habían traído. Anduvieron unos cuantos
metros y entraron en otra casa.
-
"Aquí no os encontrarán", dijo. Al poco rato apareció provisto de un
balde con agua y algunos trapos con los que secarse:
-"Debereis
cambiaros de ropa; en ese baul encontrareis todo lo necesario. Aseaos y luego
nos iremos".
Durante
todo este tiempo Zacarias y Elisabet no habian cruzado palabra. Ahora allí
estaba ella sentada en un taburete de madera mirandole mientras sonreía. El,
mientras contemplaba su extraordinaria belleza, sintió un impulso repentino y
acercandose a ella la tomó de las manos y la puso en pié. "Te amo",
le dijo "y he venido hasta aquí por tí". "Lo sé", dijo
Elisabet "te ví en mi sueño y te he estado esperando desde entonces".
El tomó su cara entre las manos y la besó larga y profundamente, con un beso
que nacía en su alma y recorría sus sentidos, estallando en sus labios. Ella se
abrazó a él con todas sus fuerzas.
-"Apresuraos.
Debemos irnos", dijo el peregrino apareciendo en la puerta.
Salieron
en silencio, con todas las precauciones. Caminaron por estrechas callejuelas,
lejos de las calles mas transitadas. Era ya noche cerrada cuando dejaron
Jerusalen dirigiendose hacia el sur. Estuvieron andando durante varias horas. A
medida que se iban alejando fueron encontrando pequeños grupos de pastores que
tambien se dirigían hacia el sur, como ellos.
Al
poco rato, desde lo alto de una colina, divisaron una aldea. Algunas luces de
las casas estaban encendidas, pero en general el pueblo parecía dormido. Durante
todo el viaje habían permanecido en silencio; el peregrino iba en primer lugar,
vigilando y señalando el camino y era seguido por Zacarías y Elisabet cogidos
de la mano. De pronto el peregrino se
detuvo.
-"Mi
cometido llega hasta aquí. Ahora debereis continuar solos. Seguid a los
pastores", dijo.
-"Te
agradecemos mucho lo que has hecho por nosotros. Te debemos la vida, pero
¿quien eres?", pregunto Zacarías.
-"Me
llamo Yibrail, pero vosotros me conoceis como Gabriel y soy El Mensajero",
contestó.
Aún
confusos, Zacarías y Elisabet se despidieron de Yibrail y prosiguieron su
camino. Diversos pequeños grupos de pastores, portando cestos y hatillos se
dirigían al pueblo y ellos fueron tambien en ésa dirección.
A la
entrada del pueblo una casa de mayor tamaño que el resto tenía algunas de sus
ventanas iluminadas, debía ser un albergue o posada, a juzgar por el número de
caballerías, camellos y carros que aparecían en sus inmediaciones. Un poco mas
alejado, un grupo numeroso de camellos estaba siendo enjaezado por sus
camelleros, preparándose para partir -"debe ser una caravana"-, pensó
Zacarías.
Al
lado del albergue un almacén grande dejaba ver luz en el interior, parecía una
cuadra o un sitio para albergar los animales. Toda la gente se dirigía hacia el
interior de aquel lugar y ellos los siguieron.
El
cobertizo era amplio, con el suelo de tierra cubierto de paja. Al fondo habia
varios apartados con animales. Olía a estiercol y a hierba. A la derecha
aparecía otro pequeño corral ligeramente iluminado por dos lamparas de aceite.
Un grupo de pastores se amontonaba en la puerta mirando hacia el interior.
Ellos tambien se acercaron.
Dentro,
de pié apoyado en una larga vara se encontraba un hombre de cierta edad con
luengas y canosas barbas, a su lado y sentada en un taburete de madera se
encontraba una mujer. Era morena, hermosa y muy joven -no debería tener mas de 17 años-, que
sostenía en su regazo un niño recién nacido, cubierto por una tosca y vieja
manta de lana. La mujer sonreía. Dos animales, una vaca y una mula, rumiaban en
un rincón. Todos los pastores se acercaban a ver al recien nacido y depositar
allí sus talegas.
Zacarías
no podía dar crédito a lo que empezaba a sospechar. Se acercó a un hombre que
estaba en la puerta,
-"¿Cómo
se llama este pueblo?", preguntó
-"Se
llama Belen", contestó el hombre, "ellos son forasteros y el niño ha
nacido esta noche. Nosotros hemos venido para ayudarles".
Zacarías
estaba embargado por la emoción. El estaba allí, con Elisabet, delante de
Jesús. No sabía si reir o llorar. Cogió a Elisabet de la mano y se abrió paso
entre los pastores acercándose a la Madre y al Niño. Ambos se arrodillaron.
-"Os
agradezco que hayais venido", dijo María.
El
Niño descansaba y parecía dormido, pero, en ese instante abrió los ojos, los
miró y extendió lentamente un brazo hacia ellos. Zacarías alargó su mano
derecha y el bebé agarró su dedo indice. Entonces sonrió.
Fué
como si un potente rayo explotara en su interior. De pronto todo tenía sentido:
su infancia, sus padres, sus exitos y fracasos, las largas noches de soledad y
abatimiento. Su vida.
Miró a
Elisabet que tenía los ojos cubiertos de lágrimas, la tomó de la mano, salieron
del cobertizo y se fundieron en un gran abrazo embargados por la emoción.
-"Salam
aleycum. Mi nombre es Mohamed el Abdullah y soy el jefe de la caravana que está
a punto de partir, si quereis podeis uniros a nosotros".
-"¿Y
cuál es vuestro destino?", peguntó Zacarías
-"Egipto",
respondió.
Zacarías
miró a Elisabet y ambos sonrieron. Empezaba a amanecer.
No
supieron exactamente cual fué la causa de su muerte, cuando el dia 26 de
Diciembre Marta lo encontró recostado en su sillón. Dijeron que probablemente
un infarto de corazón, propiciado por la ingesta de Glenfiddich y el exceso de
trabajo, aunque siempre les quedó la duda motivada por aquella expresión
pacífica y sonriente que se reflejaba en su rostro. A su lado hallaron un montón
de folios, sucios y arrugados, mecanografiados con una máquina de escribir
mecánica y muy antigua. Nunca pudieron hallar los tres folios que faltaban en
la obra que parecía estar leyendo cuando murió, ni tampoco su teléfono móvil.