Hubo una vez una noche como ésta, hace ya mucho tiempo - tanto que apenas puedo recordarlo y tan poco que aún no lo he olvidado – en la que, desde este mismo balcón y con este mismo paisaje, ví languidecer la tarde lentamente y encenderse las luces y la luna, para morir después y poco a poco, cuando el sol asomó con fuerza tras el mar en lontananza.
Fué una noche brillante de estrellas y viento en calma. De caminantes
que alegres acudían a sus citas y volvían después, al romper el alba,
repletos de música, amor y dulces besos. Todos los que entonces yo
añoraba.
Cigarrillo a cigarrillo fui desgranando los minutos, uno a uno, con la minuciosa perfección de un relojero, y encadenando el dolor a los recuerdos y las lágrimas. Mi alma se fue rompiendo en cachitos cada vez mas pequeños hasta quedar reducida a un cuenco de polvo que podía volar con el aire a cualquier parte o quizás a ninguna.
El cansancio
de una época difícil, de un dia ajetreado y una noche agotadora
terminaron venciendo mi escasa resistencia y me quedé dormido cuando ya
los madrugadores domingueros iniciaban sus tareas cotidianas.
Hoy he
vuelto a recordarlo. No con la alegría de quien ha conseguido superar
un trance amargo, ni tampoco con la tristeza de las inevitables pérdidas
ocasionadas en la batalla por la vida, si no con la reflexión
consciente y madura de que fué NECESARIO cruzar ese desierto para llegar
a las pirámides.
Ahora, cuando veo que hay algunas personas, a las
que quiero, que están atravesando sus propios desiertos, estepas o
colinas, he querido dejar mi pequeña experiencia con un mensaje de
esperanza: SÍ se puede.