Tenía nueve años allá por finales de los cincuenta y, con mi
familia, nos habíamos trasladado a vivir a Santiago de Compostela.
En la ciudad, que entonces no era mas que un pueblo grande
cargado de historia apostólica y punto final de un peregrinaje que se remontaba
al medievo, se respiraba santidad, incienso y lluvia. Las calles, llenas de
soportales y brillantes por el agua, acogían a los apresurados viandantes en un
silencioso fluir de impermeables y paraguas. Era triste y gris, y de cada
rincón parecía surgir el siseo musitante de las viejas rezando en las iglesias,
solo interrumpido por la espontánea algarabía de los estudiantes de la
Universidad de Fonseca, que rompían la paz y el silencio de una ciudad en
eterna plegaria.
En la España de aquellos tiempos, la enseñanaza solamente
era "obligatoria" - Estudios Primarios - hasta los diez años (aunque
creo que nadie se preocupaba demasido del cumplimiento de tal obligatoridad), a
partir de los cuales empezaba el Bachillerato, que era voluntario. Mis padres
habían decidido que yo estudiara el Bachillerato en uno de los mas prestigiosos
colegios de la ciudad, apoyados en la idea de que "si la base es buena, el
futuro será mas fácil", criterio que yo había de apreciar con el tiempo y
que, asimismo, adopté y puse en marcha con mis hijos en su momento.
El acceso al Bachillerato requería de una prueba de aptitud
(y de filtrado) que recibía el nombre de Examen de Ingreso. En el colegio al
que mis padres pretendían mi acceso, dicho examen estaba a la altura de su
prestigio: era muy dificil.
Ante esta situación, mis padres optaron por matricularme en
una especie de mini escuela-academia particular, cercana a nuestro domicilio, y
que les había sido recomenda por los vecinos del lugar, dada la capacitacion y
resultados obtenidos en la preparación de la mencionada prueba selectiva.
El nombre que le acabo de dar de 'academia' es un eufemismo.
El único aula existente constaba de un recinto de unos treinta metros cuadrados
situado en la planta baja de una antigua casa del centro de la ciudad, al fondo
del cual, un ventanuco de cristales llenos de verdín y gotitas de agua, apenas
dejaba pasar un rayo tenue de la luz gris de la calle. Las paredes, que fueron
blancas en su dia, ahora se encontraban desconchadas y sucias debido a la
humedad y al uso. Los bancos y los pupitres eran corridos, de unas cinco plazas
cada uno, y estaban dispuestos en filas orientadas hacia la pared frontal del
recinto, donde se econtraba la pizarra y la mesa del maestro. Todo el
mobiliario parecía haber sufrido las razzias de Al-Manssur sobre Santiago, tal
era el estado de desgaste y deterioro en el que se encontraba. Olía a humedad,
humanidad, a tiza y a tabaco.
No había mas que un maestro que se encargaba no sólo de los
aspirantes al Ingreso, si no de otros alumnos de diversas edades inferiores a
la nuestra, inmersos aún en la enseñanza primaria. Todos juntos en la misma
clase y con el mismo enseñante. En total habría unos treinta alumnos, de los
cuales sólo unos nueve o diez estaban en mi situación. Era una escuela
multidisciplinar de distintos niveles integrados.
Allí encontré a Don Antonio, el maestro.
Don Antonio encajaba y hacía juego perfectamente con el
entorno. Era un hombre enjuto, bajito y menudo, con la cabeza medio calva y la
cara cenicienta surcada por infinidad de arrugas. Caminaba con dificultad,
encorvado y apoyado en un bastón, con un cigarrillo de liar permanentemente
colgado de la comisura de los labios y acompañado de una tosecilla persistente
que a veces se transformaba en virulentos ataques de tos. Aunque hoy pienso que
no tendría mas de cincuenta años, para un niño de entonces parecía rondar los
cien. Olía a viejo y a tabaco rancio, pero especialmente era, como dice otro D.
Antonio, "en el buen sentido de la palabra, bueno".
Era bueno. Bueno como hombre y excelente como enseñante.
A lo largo de los ocho o nueve meses que duró aquel curso,
el nivel de conocimientos que adquirí superó y desbordó con creces todo lo
aprendido hasta entonces, en todas las materias: operamos con raices cuadradas,
fracciones y ecuaciones de primer grado; y resolvimos problemas relacionados
con estos temas. Los rios, los montes, las cordilleras, y las naciones y
capitales del mundo. Analizamos morfológicamente y con detalle párrafos
enteros, leímos El Quijote (aunque debo decir que éso era un coñazo) y
aprendimos a conjugar los verbos .... aquí he de manifestar que este apartado,
que había sido un auténtico hito traumático en mi vida académica anterior, fué
resuelto felizmente en tres dias, mediante un sistema del maestro basado en las
terminaciones de los tiempos verbales.
En definitiva, para entrar en el ignoto mundo del
conocimiento nos había dado una linterna cuya luz se hacía mas potente a medida
que avanzábamos, depejando las tinieblas y haciendo accesible al entendimiento
y la comprensión el contenido de las materias que nos circundaban. Y todo ello
de la forma mas sencilla y amena. Sin gritos, castigos ni presiones, sólo
provisto de una paciencia, humildad y comprensión sin límites, dirigía y
allanaba el camino como un experto guía en el mundo del saber.
Pero no todo era siempre calma chicha. A veces, cuando se
enfadaba, golpeaba la mesa con una vara de roble, que siempre tenía a su lado,
tratando de imponer orden en la clase, con aquella voz carrasposa que apenas le
salía del cuerpo. Entonces siempre aparecía el oportuno ataque de tos que lo
sumía en un estado convulso que duraba diez o quince minutos, a lo largo del
cual los chicos cuchicheabamos -"un dia de éstos la casca"- y nos
reímos a escondidas.
Nunca le ví pegar a nadie, a pesar de que tal práctica era
habitual, y en muchos casos aplicada con crueldad, en las escuelas de entonces
- una de cuyas máximas todavía era, "la letra con sangre entra" - si
no que imponía su respeto (era un hombre viejo, pero no pusilánime) en base a
su experiencia, conocimientos y personalidad. Y era respetado por todos.
Los resultados del Examen de Ingreso -escrito y oral ante un
tribunal- fueron un éxito para todos nosotros. Todos aprobamos. Yo obtuve la
máxima calificación que otorgaba el colegio, ante la alegría de mis padres y de
D. Antonio, y fuí convocado a una segunda prueba para la obtención de un premio
especial, destinado a un solo alumno; a
lo que me negué en rotundo, a pesar de las presiones de todos, aduciendo que no
me volvería a colocar ante un tribunal del profesorado, tal era el acojono que
había sufrido.
Aprendí mucho en el campo académico, pero mucho mas -aunque
ésto no lo supe hasta transcurridas
varias décadas- en el campo personal y humano:
Aprendí que un hombre solo, humilde, con incentivos
económicos escasos, sin apenas medios y en condiciones lamentables, puede
conseguir objetivos que otros, pecunariamente boyantes, apoyados en sólidas estructuras
económicas y de medios, no conseguirán jamás.
Aprendí que si amas lo que haces y te empeñas en hacerlo
bien, el resultado será esplendido.
Aprendí que hombres como D. Antonio hacen grande a un
pueblo. Que lo grandes hombres no son los que figuran en los libros de
historia, ni en las páginas de los periódicos o en la Televisión (sobre todo
ahora), si no los que hacen su trabajo honestamente todos los dias, sirven de
ejemplo con su vida y crean esperanza para el resto de los hombres.
Como diría -nuevamente lo traigo aquí- el otro gran D.
Antonio:
"Son buenas gentes que viven,
laboran, pasan y sueñan,
y en un día como tantos,
descansan bajo la tierra."
laboran, pasan y sueñan,
y en un día como tantos,
descansan bajo la tierra."
Nunca volví a ver a mi viejo maestro ni supe lo que fué de
él, pero siempre, a lo largo de mi vida y escondido en un rinconcito del
corazón, he sentido la tristeza de no haberle manifestado mi gratitud y
reconocimiento por todo lo que hizo, y todo lo que significó para mí aquel
periodo de tiempo en su escuela. Sirva, al menos, este escrito de homenaje y
agradecimiento a mi viejo maestro.
Muchas gracias, D. Antonio.
Nos veremos un dia de éstos y
repasaremos los verbos !!
casi, he podido sentir un poquito esta vivencia, percibir a través del relato, la humedad del ambiente, o la angustia del ataque de tos, y desde luego, daría mi vida, porque no empezárais ese repaso sin mi!
ResponderEliminarmmmmmm ..... no tengas prisa. yo tampoco la tengo. D. Antonio y yo estaremos allí, liando un cigarrillo y charlando de los viejos tiempos mientras repasamos el verbo "esperar".
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