Hace unos dias he vuelto ver la película de Claude Lelouch, “Un hombre y una mujer”.
No la había visto desde 1.968. Apenas recordaba ya la historia; y he retrocedido en el tiempo a mi época de estudiante, cuando íbamos al cine en grupo y al final de la película teníamos nuestras tertulias sobre el tema, que se prolongaban hasta la madrugada.
Las discusiones eran largas y llenas de pasión, como no podía ser de otra forma en muchachos de 18 o 19 años de entonces. Pero con “Un hombre y una mujer” había acuerdo unánime: ¡era fabulosa!.
¿Cómo no amar a Anouk Aimée, con ese atractivo sencillo y elegante, rodeada del aura de misterio tan característico del cine francés de la época?.
¿Y el coche?. La escena del Ford Mustang descapotable derrapando sobre la arena de la playa en una tarde de invierno se convirtió en un mito. En algo deseable e inalcanzable
.
Y todo aderezado en una hermosa historia de amor.
Hoy, cuarenta y tantos años después, la visión de las cosas no es tan idílica como entonces: La historia que nos cuenta Claude Lelouch es bastante predecible, está plagada de tópicos y de situación poco reales. PERO la
forma como nos la cuenta sigue teniendo casi la misma vigencia que en
aquellos tiempos: Las imágenes siguen siendo encantadoras. Los personajes hablan y
nos dicen sus sensaciones en las largas secuencias de silencios de
miradas y sonrisas …. Y, ¿cómo no amar a Ainouk Aimée?.
Quizás tenga razón mi amiga que dice que no cambiamos a lo largo del tiempo. Que existen ciertos cambios, que son inevitables, y otros. Pero, el fondo de nosotros sigue siendo el mismo y
permanece prácticamente inalterable con los años: seguimos siendo los
mismos, con algunos ropajes distintos.
Aunque tambien puede ser que las cosas realmente bellas son ajenas al paso del tiempo.
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